El odio que le tenía se volvió insoportable. Cogí la pluma y comencé a rayar violentamente las palabras que le daban vida. El dolor fue tremendo; pero el sentimiento era mayor. No fue suficiente. Alcancé un abrecartas y comencé a apuñalar cada adjetivo que lo describía, cada sustantivo que lo dotaba de existencia. Mis manos se inundaron de sangre; las hojas navegaban por un violento mar carmesí. No lograba hacerlo desaparecer; su presencia envenenaba por completo mi mente. ¡Muere maldito engendro del diablo, muere por el amor de dios! Tomé entre mis dedos lo que quedaba de él y lo arrojé a las brasas ardientes del infierno. Esta vez no hubo dolor. Solo me quedó observar como la piel hirviente se desprendía de mis huesos humeantes. Era la única opción; solo así pude hacer que se fuera.
viernes, 20 de abril de 2012
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